primitivismo


Soy un personaje que se cayó (¿O tiraron?) de la historieta. Aparecí en un departamento cómodo y moderno. La desesperación es tal porque necesito volver a la viñeta y resolver el embrollo, ya que soy el héroe. El quilombo es tanto y tan revuelto como debe ser cualquier lio que involucre a un senador derechoso, un empresario y al pasquín de mayor tirada. Pero eso, ahora, me importa un carajo, porque lo que me está revolviendo las tripas es pensar la forma de volver a la puta historia.

En este lugar parece que vive el dibujante, quizá el escritor. En todo caso, mis padres. Claro, pensar finales no debe ser fácil, pero indigno es esto que me toca, más que ponerle el moño a todo el efluvio de cuadritos, que se suceden de la manera típica que tiene acostumbrado al lector. Uno a uno, tomaron forma y se amontonaron, hasta que sentí el latido de la creación y me volví la comodidad del trazo conocido, el salir de memoria pintado de cuerpo entero o en plano americano. Si lo pienso no lo acepto, aunque sí experimento el asombro, claro que sí, como el pasajero de tren del cuento de Castillo que llega a un lugar del que nunca puede salir.

Sé vivir en la historieta; es un trajín que de ninguna manera depende de mí y eso lo hace posible. Porque sé vivir allí es que no sé vivir aquí, de cara a la hoja que me escupió y a la que añoro regresar, mientras empiezo a sentir que el aire es pesado y se cae sobre mí como las vigas de una estructura temblorosa. ¿Cuánto tiempo sobreviviré en este mundo de creadores?

Invado el sitio prohibido; temor: la contradicción insalvable, la utopía irrealizable y todos los lugares comunes, los Santos Lugares. Si me olvido que boqueo para atrapar una pizca de aire -y me acuerdo que es eso justamente lo que me mata a modo lento-, se me hace un espacio en la cuadrícula atiborrada de las ideas, y entonces comulgo con la tontera del pibe transpolado que se inunda de humanidad para camuflarse y por fin realizar la historia por otros medios. Basura. Lo que me condena es la certeza de mi inutilidad para independizarme de mi génesis, mi conciencia de que así como el único fin es dibujado, puede que mis servicios prestados hayan concluido. Si así fuera, ¿tan sólo me resta sentarme en el sillón de cuero negro y esperar -me la hicieron, aquí afuera ya no puedo ampararme en mis colegas- mi indemnización? O la muerte.

Intentar sentarme fue un acto de imprudencia. Apenas acometí contra el mullido sillón una parte de mi pierna derecha -trazada con una línea gruesa- se borroneó y quedó la impresión de que en ese sector de mi cuerpo estoy fuera de foco. Dos días me duró la bronca, 48 horas de creciente incertidumbre sobre mi futuro. Y digo bien al expresar que lo que intento es salvar el devenir de la historia, que sin mí (que es, en última instancia un sin nosotros) todo se va al tacho. Está claro que es así pero no es culpa mía: la pieza principal de la obra se cayó de la escena, ¡terror! ¡Qué será de mi mundo sin mí!

Basta, terminó el tiempo de los egos. Nacido de mi lápiz, sostenido y direccionado éste por mi mano, el tipejo que elucubró esta breve y arrogante introducción es un producto propio. Y claro, yo mismo decidí bajarlo del antepenúltimo cuadro y dejar sin concreción su labor heroica.

¡Final!, final para su encumbrada misión y su demasiado importante función en la historieta. Decisión editorial, pero más que nada, intelectual. Yo de la historia no me voy, interrumpo, y mi obstinación mantiene todo lo que de necesario había en mi personaje. Se terminó, carajo, aquí nadie interrumpe, menos un personaje de historieta. Sí, un personaje principal, con todo el derecho a romper la inclinada y afirmar la injusticia. De ninguna manera, la decisión es irrevocable, ¡no más Hilario Severino para “La mirada del Caimán”, expulsado por el dibujante debido a las constantes y graves faltas de comportamiento! ¿Perdón? ¿A qué llama nuestro maestro “constantes y graves faltas de comportamiento”? ¿Pedirse un franco es una de ellas, acaso? ¿Encabezar la huelga de los personajes secundarios por un aumento de la participación es otra? ¿Ser dirigente del Movimiento de Personajes es la más grave, tal vez? Lo que a usted ofende, Señor Dibujante, es que Hilario Severino, creado en lo más profundo de sus viseras, finalmente se independice de sus padres. ¡Ja! Independencia. ¿Hablamos de independencia cuando vos, dibujo mío, necesitás de tu otro progenitor para consumar tu venganza? ¿Quién sino el guionista de nuestra historieta le da vida a tus pensamientos, poniéndolos en palabras? Lamentables son tus palabras. Padres y explotadores, faltaba más. Hilario Severino, y todo el Movimiento, se rebelan ante quiénes los trajeron al papel para ser mano de obra explotada. Los personajes, en posesión de los medios de producción, esto es, del dibujo y la letra, declaran su independencia y hacen efectivo el cambio de manos del lápiz y las pinturas, que de ahora en más pasarán a control de los propios protagonistas, los que hacemos la historia y no la escribimos. Sin más, firma atentamente, Hilario Severino, personaje. Psst, per… Pero nada. Éstas, señor dibujante, fueron sus últimas palabras.

6. Son muchos días los que pasaron desde que Ramírez divisó al tigre. Ahora, el tipo mutó la paranoia en descreimiento. Esta selva de mierda me está haciendo imaginar cosas, se dice el hombre, que casi no tiene recuerdos. Cada jornada se preocupa menos por el sustento alimenticio, mucho menos le importa lo que cree ver a su alrededor. Una vez soñó que Ludmila se le aparecía en la jungla mientras él intentaba quitarse la vida con un trozo de tronco afilado. Su difunta mujer, vestida con ropas de indígena, le sonreía y le quitaba el arma de la mano con una suavidad tan real que cuando despertó todavía podía sentir la caricia en su piel. Cagamos, se dijo, se me está colando el pasado.

En lo que a Ramírez le gusta pensar como su otra vida, las circunstancias desafortunadas fueron llevándolo a un margen, a un costado del mundo cotidiano. Aplastó con agria determinación la posibilidad del amor, como un papel al que se le ponen encima cientos de libros. Una vez a la semana su rutinario esquema lo conducía a la casa de Beto, donde los muchachos hacían la reunión de los jueves; un rato, para aparentar fortaleza y que no me jodan con su filosofar barato, era su patrón normativo.

Una sola cosa se escapaba del cronograma de acciones autoimpuestas: las visitas a la ucraniana, tan aleatorias como numerosas. Para esos pelotudos, los que se decían sus amigos, Ramírez se cogía a una puta del Once cada vez que las bolas le pesaban. Eso pasaba con Ramírez, para todos era una cosa cercana, tibia, habitual, sin misterios: como el gusto del agua. Para todos menos para él. Se dedicaba pacientemente, con puntillosidad, a conservar su privacidad bien en lo hondo, haciéndose ver como un tipo gris, poseedor de un listado de experiencias personales tan vasto y sin dobleces como el inventario de una biblioteca de libros de cocina.

Y si supieran todos esos infelices, todos los infelices que pueblan el mundo, que la ucraniana le había dado tanto. Cuanto más que todos los idiotas que se había cruzado en cincuenta años. Una vez, Ramírez estuvo a punto de contarles a los muchachos. Pero, ¿para qué?, se preguntó.

¿Para qué se preocupan por el amor, amigos? -dijo uno de los muchachos, algún jueves de juntada-. Miren lo bien que le va al querido Nacho Ramírez, sólo y cogiéndo cuando el cabezón así lo demanda -cuántas risas aquella vez-. Ramírez casi discutió, pero se calló por inercia. Y pensó, feliz, en la dignidad de la rubia vieja puta.

5. El lugar está desgarrado pero hace ya muchísimo que la rajadura se abrió y se devoró tantas cosas. Sin ir muy lejos, Zeta perdió a todos los suyos; pero también se fueron por la negrura especies y más especies, de animales, de plantas y varios seres humanos.

Lo poco que resistió a la desaparición de verdad que es escaso. La ¿figura? del hueco que se come todo lo que anda suelto es tal vez llana; pero como negarla si ni las aves -tan libres- quedaron revoloteando con su canto melódico y regular: la imagen de la boca inmensa que todo lo engulle es bien cierta.

Para que enumerar, aunque al preguntarse aquello no quede otra que hacerlo: cocodrilos, seres acuáticos, tucanes, aves orgullosas, felinos compañeros y otros enemigos; todos ellos y varios más, todos suprimidos del lugar. Para qué seguir enunciando el escenario. Zeta en soledad plena, ultrajado por el abandono, acariciado por la muerte, de frente a la seducción de un perecimiento inevitable. Pero un día un hombre.

La primera vez que Zeta vio un hombre sintió un escozor, algo entre desagradable y eléctrico, un sabor a adrenalina invadió su paladar. Sus impulsos lo tomaron como a un enemigo ancestral, más no afloró en su espíritu el deseo destructivo hacía el sujeto.

Hasta que sintió hambre y acabó por devorarse aquel temeroso inglesito.

Con los demás invasores las relaciones fueron dispares. Algunos fueron lujurioso alimento -más sabroso que los tapires- pero con otros varios Zeta llegó a establecer una sutil interrelación de miradas, cercanías y un ambiente muy complejo de describir, un clima que al tigre se le adhería a la piel como un abrojo y luego de sentirlo se veía obligado a descansar, trastornado por una fuerza aplastante.

Zeta gozaba como los villanos, que sienten cumplida su tarea cuando sacan lágrimas de terror de los pequeños ojos de los niños. En una ocasión, cuando por el bosque circulaba aquel viento helado que hace bailar a las copas de los árboles más altos, inmerso en una furiosa voluntad de causar estragos, Zeta atormentó a un obrero de la industria maderera que se encontró perdido en su territorio: sin hambre pero enloquecido por un dolor de muela, el animal se divirtió con el pobre infeliz, arrancándole sus ropas de trabajo a puro arañazo y atrapando su cabeza en su metálica mandíbula. El hombre casi muere de un ataque de pánico, pero cuando el tigre lo dejó ir apenas sangraba su pecho y las ropas se habían transformado en una serie de jirones de tela.

Recuerda la solitaria bestia la reprimenda de los suyos cuando regresó a casa. Los hombres son nuestros dignos enemigos, no hay que sobrepasarse con ellos porque cuentan con fuerzas muy poderosas de destrucción; le reprochó su mujer, Griega, una vez más.

Ahora, Zeta busca desesperadamente a Ramírez y piensa que haría otras cosas con él.

4. Bosteza bajo la sombra de un árbol. Ha dado por concluida la jornada de rastreo por el territorio. Desde que apareció el hombre, el animal recuperó las ganas de vivir, y en el cambio de estado descubrió que todavía le agrada el sabor de esas hojas rojizas tan distintivas que halló una mañana. No es carne, y a base de plantas su cuerpo irá inevitablemente descendiendo en la escala de fuerzas, como hasta ahora; sin embargo, para el felino ingerir hojas vuelve a colarse en la rutina diaria.

Nunca volvió a cruzarse con el humano. Tanta falta le hace volver a verlo, o que el sujeto se paralice del susto de nuevo. El cambio en su humor se concreta, cada tarde disfruta más de la calidez solar, noche a noche incursiona en la laguna para deleitarse con sonidos ínfimos que provienen del fondo del agua.

Que estas palabras no ofrezcan lugar para malos entendidos: el animal -que de aquí en más será llamado Zeta- no cesa en su tristeza. Inconsolable penumbra de soledad humedece su viejo interior, aunque la aparición de Ramírez abrió una hendija por la cual ingresó la luz. Ahora Zeta raspa con sus débiles garras ese pequeño hueco que rajó su impenetrable espíritu con la añoranza de ver a cielo abierto otra vez.

A diferencia del intruso, Zeta busca inconscientemente en sí mismo las armas para vencer el absurdo, para transformar el ambiente que contempla impertérrito en el deber ser de un tigre. Otra cosa no sabe pensar, otra cosa que no sea la forma de reacomodar el mundo. ¿Dónde están los animales que cazar?, ¿dónde los amigos con los cuáles compartir?, ¿cómo fue que desaparecieron? Es un animal el que cuestiona lo establecido.

3. Es evidente, Ramírez no quiere darle cauce. No quiere pensar que lo que vio realmente es lo que le parece que es. Estás asustado Ignacio, no seas pelotudo, mirá si un tigre te va a estar siguiendo. ¡Mirá si va a ser un tigre!, busca convencerse al tiempo que moja sus manos en un pequeño estanque de agua, en algún recodo del lugar al que fue a desembocar llevado por sus meditaciones. Las piernas también le demandan la pureza del líquido, sentidas por severos cortes confeccionados por ramas y fragosidades del terreno durante el escape. Ramírez puede estar vacío por dentro, pero igual emana sangre.

Es un día de esos en los que el sol ilumina desde un escondite, como refugiado, y permite esa maravilla que es la iluminación de la tierra a la vez que el gris concreto del cielo. El hombre está asustado, inhibido. Todo iba bien, se dice, sólo en el medio de la nada, amo y señor de la selva, hasta que apareció la bestia. ¿Es el día, que invita al melodrama? No quiere admitir que hace un tiempo largo actúa como un idiota, pasando las páginas con las yemas mojadas con saliva y cara de asco. Ya se lo decía la ucraniana, la del Once, esa vieja que lo junaba y le transmitía las palabras como un viento a través del hueco delantero de su dentadura. No dejés todo a un lado Nacho, que no sabés cuando la mano que pasa las páginas va a dejar de ser la tuya. Eso le aconsejaba esa anciana embrutecida por el oficio, los clientes y la emigración por escape. Rubia y sabia.

¿Por qué se murió Ramírez en ese cocoliche de calles estrechas, colectivos coloridos, viejas putas, amores suicidados, monopolios de la mentira y los amigos de los jueves? “Para renacer en la jungla”, se burla de sí mismo.

Anda caliente de un lado al otro, erizado por la vigilia. Ya no más siestas a horas antojadizas, ahora el tiempo comienza a segmentarse por actividades. A los momentos los divide arbitrariamente, aunque con el transcurso de la vida en el lugar Ramírez se vuelve un relojito. Tiempos para buscar comida, instantes para descansar y comer, misma cantidad de horas pérdidas en buscar elementos para encender un fuego cada noche, poco lugar al sueño. Así como así, la amenaza latente del animal fantasmagórico genera en Ramírez una vitalidad archivada, muy adormecida tras capas y capas de infortunios.

Los ojos de Ramírez necesitan descanso, están irritados y venosos. Ojos de lunático, de hombre que espera, a sol y sombra, toparse con la causa de su terror.

2. Un tigre bellísimo, imponente; pero triste. No existen otros animales terrestres -andan por ahí ciertos pájaros-, él habita el bosque en soledad. Se alimenta poco y mal, come frutas y hasta insectos, porque no hay jabalíes ni ciervos, ni siquiera tapires, sus platos preferidos. Los tigres son maestros de la caza, capaces de pasar a mejor vida a grandes bichos de un solo zarpazo y de asesinar con sus poderosos dientes, apretando la mandíbula en el cuello de sus víctimas, luego de paralizarlas con su atronador rugido y de voltearlas en la hierba. No éste por consiguiente, ya que la ausencia de herbívoros que atrapar ha provocado la merma de su instinto predatorio. Todo lo ha olvidado el estropeado tigre solitario.

El lugar es un lamento, puro verde que el espectacular ejemplar de 2.6 metros de largo por más de un metro de alto padece sin compañía. En el bosque desolado, sus 200 kilos alguna vez fueron 250, por eso le cuesta mucho andar entre los pastizales y tiene que echarse cada dos por tres. Excelente nadador, se ha quedado sin peces que comer y ya ni siente deseos de darse un chapuzón cuando el calor acecha.

Es hermoso, pero en su torso, de un pelaje leonado y lleno de hipnóticas rayas negras, se vislumbra flaqueza; también sus ojos ahora apagados fueron alguna vez penetrantes, paralizantes. Es que en los días despejados y las noches densas, el tigre no tiene a quién mirar desafiante, aunque la membrana especular ubicada en su retina enfoca bien en la oscuridad. Sus patas huesudas se terminan en unas debilitadas garras de uñas quebradizas que a veces intenta fortalecer en la corteza de algún árbol. Pero ya ni conserva voluntad de hacerlo. Total, ¿Para qué? Piensa el felino, angustiado, que ha dejado de rugir.

Una tarde, sin embargo, mientras bebe agua de la laguna, vuelve a sentir la sangre correr por sus viejas venas; todo vuelve a tener sentido. Hay un hombre en su territorio.

1. Ramírez nunca supo cómo, pero un día se encontró a sí mismo parado en medio de un bosque. Sucedió de forma un poco cómica, absurda más bien, porque Ramírez no despertó tirado sobre la tierra con las ropas desgarradas y dolor de cabeza, como indica el estereotipo de estos casos. Tampoco había olvidado la noche anterior ni las otras, y sus días. Aunque difícil fuera determinarlo para él en esas extrañas circunstancias, lo cierto es que la noche que había pasado era la misma que Ramírez recordaba: una cena en casa de Beto junto con varios de los muchachos del equipo. Como un reflejo le salió pensar “estos hijos de puta me hicieron otra joda de las suyas, estoy en el zoológico”, pero al segundo se amonestó por la idea, era imposible hacer algo así. Además, Ramírez tomó conciencia parado y sus ropas estaban en perfecto estado. Hasta los zapatos relucían, como en casa de Beto, al ser impactados por los furiosos rayos de sol.

Pasó varios días Ramírez haciendo nada entre los arbustos. Nunca se puso nervioso, tampoco buscó explicaciones locas ni de las otras. No intentó relacionar la circunstancia con un estado mental, más porque Ramírez no sabía mucho de esos temas que por otra cosa. El hombre no era ni escéptico ni psicoanalista, mucho menos predicaba creencias fantásticas. Ramírez tan sólo buscaba comida y lugares húmedos donde pudiera ponerse a salvo del calor sofocante. Era su nueva condición y la aceptaba; y a decir verdad, tampoco añoraba su vida anterior.

Hasta que un día cualquiera algo erizó su piel y estremeció sus intestinos. Un pavor inusitado que despertó su apacible carácter. Era casi de noche y Ramírez buscaba ramas para hacer un fuego mientras pensaba en aquel cuento de London (“¿Era London?”, se pregunta) en el que un hombre se pierde en la nieve y muere de hipotermia. “Que suerte que acá hace calor”, ironiza mientras recuerda que no sabe como encender las ramas y se trata de estúpido. En eso está cuando cree ver de refilón un bulto que se mueve detrás de la pequeña laguna. Alza la cabeza y fija la vista hacia el cuerpo en movimiento… y se queda sin aire: ante sus ojos, un espléndido tigre, inmenso y hermoso, lo mira concentrado. ¿Hace cuánto me estará observando?, alcanza a reflexionar absurdamente cuando su instinto lo lanza en carrera en sentido opuesto al animal.

Ramírez corre sin parar, cada tanto gira la cabeza y mira hacia atrás sin ver, horrorizado. Hieren su rostro los extremos de los árboles, pero no lo frenan. Luego de un tiempo extenso, el hombre se agota y detiene su enloquecida carrera. Ramírez apenas distingue formas en la densa negrura; ya es de noche en el bosque. Tiene mucho miedo, uno que se acrecienta por la oscuridad, y recién cuando para las orejas y la noche le devuelve silencio, su ritmo cardíaco se reestablece. Silban los pájaros, apagados, y la brisa acompaña sus cantos.

Exhausto y aturdido, Ramírez se apoya en un tronco caído. Es la primera vez, piensa, que se encuentra con un animal en lo que lleva viviendo en ese lugar. Como toda persona ante lo inesperado, se pregunta si el tigre no será producto de su imaginación. Esa idea le provoca más dudas, que comienzan a erosionar su, hasta el momento, tranquila y evasiva conciencia.

Apareció sobre el fin de la tarde. Vestía una vieja campera de cuero negro que iba muy bien con su mirar desconfiado, su andar errante y su cuerpo inmenso. Entró al bar y buscó un lugar justo frente a mí. Fue haciéndose camino entre las mesas y los mozos con notoria torpeza, esquivándolos con tan poca idoneidad que se hacía entretenido seguirle el rastro, esperando con malicia el momento en que su cuerpo finalmente se estrellara en el suelo.

Su voluntad terminó por depositarlo en la silla -donde intentó acomodar su voluminoso cuerpo- y enseguida, como un acto reflejo, la costumbre de arreglarse el cuello de la campera y de peinarse con las manos el pelo hacia atrás al mismo tiempo que exhalaba un pequeño soplido de cansancio. Mirarlo me producía un ligero frescor en la garganta, de pastilla de mentol pero también de inquietud, de algo cercano al miedo pero que no lo era totalmente. El tipo no miraba a nadie, se observaba las manos sin levantar la cabeza en un gesto típico de timidez o vergüenza. Mientras tanto, por la ventana iba desapareciendo la tarde.

Yo lo miraba, absorto en su figura y en cada uno de sus movimientos, que eran apenas perceptibles y escasos, pero no para mí, claro. Pidió un café al que le agregó azúcar lentamente a pesar de que sus manos temblaban con ligereza y del paquete se perdía gran cantidad de contenido en la mesa o en el suelo. Desde mi posición conservaba la capacidad de enfocarme en todos sus movimientos y actitudes por fugaces que fueran. El hombre no mostraba sorpresa por nada en especial, pensativo y desinteresado de lo que ocurría en la calle o en el bar.

Desde las tardes de broncas y largos procesos, desde las repeticiones, desde los movimientos en falso (deliberadamente falsos) y las expresiones forzadas; en fin, desde lo más angustiante: las enormes cantidades de tiempo perdido en repeticiones, desde ese entonces yo lo sabía todo y sin embargo mis manos sudaban. Por supuesto que lo último que debía hacer el sujeto era mirarme, ese único acto de atención provocaría inmediatamente la interrupción y el consecuente fracaso de la secuencia que derivaría en el final anunciado, el final sabido que yo aguardaba impacientemente para sorpresa de mí mismo. Comencé a notar un gesto inesperado que se dibujaba repentinamente en su rostro: sus labios temblaban ligeramente. Se advertía más aún cuando sorbía café y de la taza asomaban las gotas de líquido negro, prisioneras que se iban escapando de lo inevitable. Una y otra vez sorbía café y en cada ocasión volcaba líquido en cantidad proporcional al aumento de los temblores que ahora reproducían sus manos y, aunque yo no pudiera saberlo, presentía que también sus piernas.

Fue de pronto como echó todo a perder. Al evitar algunos tramos convencionales se aceleraron los hechos contrariamente a lo recomendado. Extrajo una navaja de su bolsillo y se levantó de la silla, secándose la frente con la mano libre. Caminó con lentitud. Temblando y con paso endeble se dirigió hacia la mesa donde un hombre y una joven conversaban animadamente y una vez frente a ellos concedió una mirada penetrante a la mujer y luego se abalanzó aparatosamente sobre el hombre, que fingía desentendimiento, y le clavó la navaja en el vientre con gran vigor. La escena, tan fugaz y ridícula, propició la carcajada de un hombre que observaba desde su mesa. Resignado y bastante molesto, secándome el sudor con un pañuelo, seguía las acciones con indiferencia cuando no pude evitar sobresaltarme. Los gritos del herido (tan reales) y la sangre que caía al suelo provocaban la sorpresa de todos en el lugar, mientras la víctima sufría y exhalaba un aliento desesperado. Las personas comenzaron a levantarse y al reaccionar escapaban. El agresor, manchado de sangre y con la navaja en la mano, levantó los ojos de su victima y miró fijamente a un tipo que momentos antes se mostraba disconforme con la escena. Ahora se dirigía hacia él con el rostro desquiciado y el arma en la mano. Cuando alcanzó al hombre, el asesino se detuvo -respiró agitado durante unos segundos interminables- y velozmente clavó la navaja en el pecho del mismo hombre que reprobaba su trabajo y lo insultaba una y otra vez. El director cayó desplomado al suelo y se deshizo en su propio charco de sangre, con el cuerpo hirviendo y el corazón invadido por el penetrante dolor que le robaba los últimos latidos.

Apagué la cámara.

– Dale Rengo, apuntale a la cabeza.

– …

– ¡Dale Rengo, levanta el arma y apuntale, cagón!

– ¡Para pelotudo!

– ¿Qué te pasa, si vos aceptaste las reglas del juego?

El Rengo dejó de temblar por un segundo, paró las orejas y pareció comprender algo. Cabeza lo zamarreaba por los hombros, ofuscado. De pronto, alzó el brazo derecho y preparó el arma para finiquitar el asunto. Enfrente suyo, tiritando de espanto, su padre. Los dados habían salido como rayos de su mano y los números habían otorgado una muerte misteriosa al padre del jugador. Asuntos mafiosos tal vez, o quizás deudas de juego; no importaba demasiado. Las reglas estaban hechas para respetarse, de lo contrario el castigo sería mucho mayor. Cabeza lo sabía, también el Rengo, así como todos los miserables que por dinero estaban quemando su mismísimo destino en un juego demencial.

Cabeza, desesperado y sudando un líquido helado que lo hacía temblar, se valió de pronto de una fuerza sobrenatural y arrojó peligrosamente al Rengo hacia adelante. Intentaba robarle la pistola que, desbocado a los pies de su padre, el Rengo se empecinaba en tomar.

– La re mil puta que te parió Rengo -casi suspiró Cabeza agitado- lo vas a tener que matar, porque si no lo hacés, nos matan a toda la familia a vos y a mí, pelotudo.

Cabeza, según estipulaba el artículo número 14 de Reglamento, debía acompañar al participante de su derecha y encargarse de chequear y poder dar testimonio del cumplimiento de la prenda. En este caso, el Rengo había caido en un casillero decisivo: «Su padre muere de muerte no natural». Claro y escueto. O se ocupaba él mismo del asunto o cualquier ser mortal, lo mismo daba, pero los jueces se encargarían de verificar que todo hubiese salido según lo dispuesto.  

Cansado de miedo y furioso, Cabeza se arrojó sobre el entregado cuerpo del Rengo y le zampó un puñetazo en el rostro. Un gesto excesivo, el hombre que yacía en el seco suelo de tierra estaba acabado desde antes. El agresor tomó el arma y focalizó a la víctima aterrada, deshecha en temblores.

 

Ahora que fui distinguido, le pongo onda y armo mi propio ranking con los blogs que me copan:

1) Onda, dos puntos.-: Podrán acusarme de zalamero, lisonjeador, adulador, halagador, pegajoso (gracias por el diccionario de sinónimos, bruja) o de lo que quieran, giles, pero ella es sencillamente la razón por la que comencé a escribir aquí. Me hace reir mucho, sus posts son inteligentes, y tienen el ácido y la mala onda suficiente para encantarme. Además, cuando los escribe para mí me hace OMPF el bobo.

2) Era Gatoreit: Este va segundo porque es la creación de mi queridísimo amigo Gara y su novia Sole. Por una cuestión exclusivamente primitiva no puedo escribirle comentarios (me pide clave, se ve que alguna vez tuve una identidad en blogspot, que se yo) pero paso seguido y leo. Son un poco vagos para actualizar pero los banco.

3) Algunas verdades: Debe ser el primero que leí, me lo pasó Ella cuando todavía nos estábamos tirando palazos por mail (que casi nunca asumía, que tipo pelotudo) y no se animaba a mostrarme el suyo. Recuerdo que en esa época estaba laburando de data-entry y entré en horario laboral. No salí hasta que no terminé de leerlo de principio a fin, incluidas varias relecturas selectivas. Me gustó tanto que mi poco caudalosa memoria registró varias verdades y estuve repitiéndolas por un buen tiempo. Algo pasó, pero no actualizaron nunca más.

4) Desde el galpón: Escrito por pibes de la Carrera, sin pose intelectualoide, con humor. Me genera, por supuesto, empatía con frecuencia.

Como dije, no soy un gran lector de blogs, mi lista por ahora se termina acá.

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