Vos te lo tomaste de otra manera, parecía que no habías caído. No es que te lo reproche, eh, pero fuiste más inconsciente que el resto. Cada uno lo vive como puede, ya lo sé, qué carajo te podía decir yo si estaba hecho pedazos, como un pelotudo estaba hecho. Un pelotudo de mierda.

En cambio vos, en esa especie de época gris de la autocensura que vivíamos, en cambio vos, con esa impunidad de ser nuestro, en cambio vos, digo, la puta madre vos que te salías con alguna gilada mientras estábamos los tres en el comedor, te juro que tenía que aguantarme las ganas, aunque no te lo niego: ciertas veces me fui para dejarme llorar sin que me vieras.

Seguro que no te acordás de aquellos años. ¿Qué digo años? Milenios, los días eran milenios y te lo tiro sin exagerar. Estábamos viviendo nuestro peronismo sin Perón, nuestro marxismo leninismo en el 79, nuestra UCR pos… no sé, me fui al carajo. Era mirarnos en las reuniones y entendernos. Alertarnos con una mueca cómplice de la inevitable tía, esa que de fútbol nada pero largaba la cuchillada: “¿Qué, si pierden este partido ya está?”, o el más triste “qué desastre, Mati, empataron con Aldovisi, ¿no?”. Y ahí nomás nuestra cara pétrea, rígida como las piernas de Velázquez, y ver con el costadito del ojo al viejo que se acomodaba el pelo en un claro gesto de nerviosismo y enfilaba para la cocina, a Juan apurando la gaseosa y atragantándose, con el consecuente charquito de gaseosa a la altura del pecho, al amigo de siempre asomándose peligrosamente al balcón de un piso 18 y otro de nosotros atajándolo con un “pará, boludo, no seas chiquilín” y al amigo haciéndose el sota (“¿cómo? Qué decís. Mirá qué lindo día nos tocó”); toda una secuencia interminable de cabezas gachas y silencios dolorosos sólo tajeada por algún camarada que lo entendía todo y salía con el clásico “¿Alguien quiere más café?” o el más torpe e igualmente efectivo “el otro día la vi a la ex de Nico, está hecha mierda” que diluían toda posibilidad de respuesta. Ma’ qué respuesta, váyanse todos bien a la concha de su madre. Esa tenía que ser la respuesta.

_ ¿Por qué la tía?

Y bueno, la tía viste cómo es, que te sale con cualquier cosa con esa impunidad olímpica. Porque uno la quiere así, ya lo sé, che. Pero no importa eso, a lo que voy es a que nosotros estábamos muertos, en el medio de un velorio pero muertos también. Como los zombies de The Walking Dead, como si esos zombies se ocuparan de los suyos como nosotros. Mientras que vos, nada, cantabas la de Yo te quiero Independiente. Sí, esa. No, vamo’ a matar un bostero, dice. Claro, ahí, después de la banda que va a todos lados corriendo a la guardia imperial. Eso, así, pero mirá que es como en los dibujitos, eh, todo de mentira. Guarda, atendé cómo dobla esssste animal. Colectivero tenías que ser, BOTÓN.

¡Qué larga se nos hizo esta mierda! No, el camino no, si estamos cerquita. Peor tu abuelo que viene de Almagro. Si nosotros tomamos el tren y nos bajamos a los cinco minutos. No seas vago, che. Lo que se hace largo es esto de jugar con Boca Unidos, Colectiveros del Norte, perder con los de Adrogué, ¡Adrogué!, jugar en Mendoza y no poderles copar el rancho por eso de los visitantes. Me acuerdo de la vez que entré en desesperación, después de All Boys. Te dormiste en mi pecho y yo te llené de lágrimas. Pobre vos, no podía parar. Después llegó ese 1-1 con Unión y con tu tío nos fuimos con el culo en la B a comer la pizza de siempre. Tantas lindas charlas y esa vez creo que ni hablamos.

Es por acá, sí, claro, todos con la camiseta roja, ¿viste qué lindo? Es como te había contado. Nooooo, acá no, éstos te matan con el precio y los choris son horribles. Yo te voy a decir dónde compramos.

Por un lado me alegraba que vos te lo tomaras así, hasta te envidiaba. Esos eran huevos, carajo, cantar que el Rojo es un sentimiento y no podés parar en la cara de cualquiera; qué festín ver la jeta de los otros, que no te podían decir nada. A vos, no. Nada te importaba, ¡ni la hora! Tu vieja se enojaba y yo me-hacía-el-que pero no sabés cómo me divertía, qué sensación. Orgullo, sí señor.

¿Cómo por qué? Qué curioso que sos, más que yo cuando era como vos. Claro, la edad.

Por acá, hijo, dame la mano. Bueno, acá estamos, en El… la Doble Visera. ¡Libertadores de América un carajo, viejo! Dejame explicarle a mí. Mirá, hijo, es sencillo: nosotros no liberamos América, nosotros le dimos murra, le pegamos un paseo bárbaro, la goleamos, la humillamos, la maltratamos y le mostramos a América lo que es el Rojo. Tierra arrasada dejamos, ma’ qué liberar ni liberar, Comparada y la recalcada concha de tu finada madre, hijo de puta. Estuvo mal papá, tenés razón, no se dice eso. Pero es Doble Visera, hijo, o así entre nosotros: Estadio Ricardo Enrique Bochini.

Ahora andá con el abuelo un ratito que enseguida los alcanzo. Decile que nos vemos en el lugar de siempre, él sabe.

En este terreno del siempre debatido «compromiso» de los intelectuales, yo me siento más bien incómodo porque sé que voy a acabar echando un balde de agua fría sobre algunas cabezas demasiado calientes. Cuando me hablan del famoso compromiso, pienso en el humorista que dijo memorablemente: «Comprometidos, comprometidos… harían mejor en casarse». Parece mentira que a esta altura de las cosas se sigan haciendo gárgaras con tanta vehemente invocación a la entrega del intelectual a la causa política, o sea (en términos de gárgara) que primero es la causa y después  -sí, así lo piensan muchos, aunque no hablen explícitamente de prioridades-, después la escritura, después la experimentación, después la novela o el cuento o el poema. Uf.

Mi balde de agua fría consiste una vez más en decir que el compromiso del escritor es esencialmente el de la literatura, y que ésta sólo incide de veras en un proceso liberador cuando a su vez funciona como revolución literaria, entendiendo por esto cosas tales como la experimentación, invención, destrucción de ídolos, actos zen de la escritura que sacudan al lector y lo den vuelta como un guante, todo ello sin perjuicio de que el escritor incursione poco o mucho en la temática específicamente ideológica y política de la causa.

Notable palidez en algunas caras, lo tengo comprobado en diversos congresos. ¿Qué idea se hacen de un escritor, la del escriba sentado del Louvre? Por mi parte no me quedo en abstracciones, y repito que nuestro compromiso existe, vaya si existe, y que además es doble: en la literatura llevada a sus máximas posibilidades, y en la crítica cada día más necesaria frente a la fosilización lingüística que con frecuencia mediatiza y hasta anula el mensaje revolucionario. Nuestro vino nuevo necesita odres nuevos, y no sólo hay que transformar así los viejos adagios sino las estructuras de un lenguaje que cada día me aburre más cuando escucho sus sonsonetes, sus devotos rosarios de palabras que se encadenan automáticamente unas a otras, como aquello de la Roma eterna o la India milenaria.

*Proceso, México, n.° 358, 10 de septiembre de 1983.

Se pelean a los gritos las hermanas de la despensa.
Las escucho desde la ventana del baño, pero no las veo.
Se recriminan. Una se asusta y llora.
Las chicas de la despensa se pelean mientras llueve
y dicen palabras como “toldo” y “no me di cuenta”.
En un momento, salen a la vereda y las puedo ver.
Están solas las chicas de la despensa.
Vivieron toda la vida
una atendiendo el negocio
y la otra limpiando el piso.
Sé que las dos soñaron con viajar a México
mientras cortaban queso en fetas
o sacaban con un trapo la oleosidad del cajón.
Cómo me gustaría poder materializar
dos sables de luz de Star Wars
y darle uno a cada una de ellas
para que se peleen a lo grande.

«La literatura propiamente dicha es imagen. No quiero decir que haya que evitar cavilaciones y filosofías, y etcétera, pero eso no es lo esencial de la literatura. Una novela, o cualquier texto, puede conciliar varios usos de la palabra. Pero si vamos a la esencia, aquello que encanta y engancha al lector y lo mantiene leyendo, es el argumento contado a través de imágenes.»

«No trabajo con invenciones intelectuales, sino que escribo, como creo haber dicho, mirando hacia adentro y observando lo que allí veo.»

Soy un personaje que se cayó (¿O tiraron?) de la historieta. Aparecí en un departamento cómodo y moderno. La desesperación es tal porque necesito volver a la viñeta y resolver el embrollo, ya que soy el héroe. El quilombo es tanto y tan revuelto como debe ser cualquier lio que involucre a un senador derechoso, un empresario y al pasquín de mayor tirada. Pero eso, ahora, me importa un carajo, porque lo que me está revolviendo las tripas es pensar la forma de volver a la puta historia.

En este lugar parece que vive el dibujante, quizá el escritor. En todo caso, mis padres. Claro, pensar finales no debe ser fácil, pero indigno es esto que me toca, más que ponerle el moño a todo el efluvio de cuadritos, que se suceden de la manera típica que tiene acostumbrado al lector. Uno a uno, tomaron forma y se amontonaron, hasta que sentí el latido de la creación y me volví la comodidad del trazo conocido, el salir de memoria pintado de cuerpo entero o en plano americano. Si lo pienso no lo acepto, aunque sí experimento el asombro, claro que sí, como el pasajero de tren del cuento de Castillo que llega a un lugar del que nunca puede salir.

Sé vivir en la historieta; es un trajín que de ninguna manera depende de mí y eso lo hace posible. Porque sé vivir allí es que no sé vivir aquí, de cara a la hoja que me escupió y a la que añoro regresar, mientras empiezo a sentir que el aire es pesado y se cae sobre mí como las vigas de una estructura temblorosa. ¿Cuánto tiempo sobreviviré en este mundo de creadores?

Invado el sitio prohibido; temor: la contradicción insalvable, la utopía irrealizable y todos los lugares comunes, los Santos Lugares. Si me olvido que boqueo para atrapar una pizca de aire -y me acuerdo que es eso justamente lo que me mata a modo lento-, se me hace un espacio en la cuadrícula atiborrada de las ideas, y entonces comulgo con la tontera del pibe transpolado que se inunda de humanidad para camuflarse y por fin realizar la historia por otros medios. Basura. Lo que me condena es la certeza de mi inutilidad para independizarme de mi génesis, mi conciencia de que así como el único fin es dibujado, puede que mis servicios prestados hayan concluido. Si así fuera, ¿tan sólo me resta sentarme en el sillón de cuero negro y esperar -me la hicieron, aquí afuera ya no puedo ampararme en mis colegas- mi indemnización? O la muerte.

Intentar sentarme fue un acto de imprudencia. Apenas acometí contra el mullido sillón una parte de mi pierna derecha -trazada con una línea gruesa- se borroneó y quedó la impresión de que en ese sector de mi cuerpo estoy fuera de foco. Dos días me duró la bronca, 48 horas de creciente incertidumbre sobre mi futuro. Y digo bien al expresar que lo que intento es salvar el devenir de la historia, que sin mí (que es, en última instancia un sin nosotros) todo se va al tacho. Está claro que es así pero no es culpa mía: la pieza principal de la obra se cayó de la escena, ¡terror! ¡Qué será de mi mundo sin mí!

Basta, terminó el tiempo de los egos. Nacido de mi lápiz, sostenido y direccionado éste por mi mano, el tipejo que elucubró esta breve y arrogante introducción es un producto propio. Y claro, yo mismo decidí bajarlo del antepenúltimo cuadro y dejar sin concreción su labor heroica.

¡Final!, final para su encumbrada misión y su demasiado importante función en la historieta. Decisión editorial, pero más que nada, intelectual. Yo de la historia no me voy, interrumpo, y mi obstinación mantiene todo lo que de necesario había en mi personaje. Se terminó, carajo, aquí nadie interrumpe, menos un personaje de historieta. Sí, un personaje principal, con todo el derecho a romper la inclinada y afirmar la injusticia. De ninguna manera, la decisión es irrevocable, ¡no más Hilario Severino para “La mirada del Caimán”, expulsado por el dibujante debido a las constantes y graves faltas de comportamiento! ¿Perdón? ¿A qué llama nuestro maestro “constantes y graves faltas de comportamiento”? ¿Pedirse un franco es una de ellas, acaso? ¿Encabezar la huelga de los personajes secundarios por un aumento de la participación es otra? ¿Ser dirigente del Movimiento de Personajes es la más grave, tal vez? Lo que a usted ofende, Señor Dibujante, es que Hilario Severino, creado en lo más profundo de sus viseras, finalmente se independice de sus padres. ¡Ja! Independencia. ¿Hablamos de independencia cuando vos, dibujo mío, necesitás de tu otro progenitor para consumar tu venganza? ¿Quién sino el guionista de nuestra historieta le da vida a tus pensamientos, poniéndolos en palabras? Lamentables son tus palabras. Padres y explotadores, faltaba más. Hilario Severino, y todo el Movimiento, se rebelan ante quiénes los trajeron al papel para ser mano de obra explotada. Los personajes, en posesión de los medios de producción, esto es, del dibujo y la letra, declaran su independencia y hacen efectivo el cambio de manos del lápiz y las pinturas, que de ahora en más pasarán a control de los propios protagonistas, los que hacemos la historia y no la escribimos. Sin más, firma atentamente, Hilario Severino, personaje. Psst, per… Pero nada. Éstas, señor dibujante, fueron sus últimas palabras.

A veces la virtud se aloja en la contradicción. Eso mismo, decían en el club, le pasaba al Buitre Cisneros, goleador de los regionales del ‘65 al ‘69. Acusado de egoísta, él siempre afirmó que era el hombre más solidario, el que hacía ganar a todos con su amor por las redes. Cansado de tener que desmentir sucias acusaciones, se perdió por los vastos terrenos de la Patagonia y el Zorro nunca más lo vio, hasta un mediodía de hace poco tiempo.

Estaba en la carnicería del pueblo, como uno más, como si no fuera el Buitre de los 503 goles. Estropeado pero con algo en su rostro que se mantenía imperecedero. “Esa mirada dura, certera, penetrante. La misma que fijaba en el lugar al cual iría a parar la pelota indefectiblemente, como una sentencia inamovible”, se regodeaba el viejo en el bar de Rosendo, a contraluz de una tarde naranja. El Buitre había contado los días como un recluso, metódicamente, esperando que pasara el tiempo suficiente para que se instaurara el olvido. Aplacados los odios y antagonismos que su figura viera nacer conforme sus tardes de gloria se repetían por miles, volvió a su hogar. Y se diría que su plan de camuflaje era exitoso, salvo por una excepción.

“Hola Buitre” dice el Zorro que le susurró al oído en la carnicería. Esperó unos segundos, y al no obtener respuesta lo golpeó con el codo. Entonces Cisneros pareció reconocerlo, pero rápidamente disimuló y siguió en lo suyo. Ante la insistencia del viejo, el grandote le pidió discreción. Salieron juntos y en la calle tuvo lugar un diálogo sustancioso, que pudimos conocer todos los miembros de la mesa.

“Era sordo, ¡mirá lo que me vengo a enterar tantos años después!”, me gritó el Zorro, como si los demás fueran de palo.

Luego, el viejo narrador nos habló de las artes del Buitre, de su forma de pararla y también de lo morfón que era. “Llegué a contar diez compañeros de ataque que tuvieron que irse del equipo porque no recibían un solo pase de Cisneros”, resumió el Zorro, acongojado al recordar el esclarecedor encuentro en el negocio de carnes.

El mozo, Willy, quiso saber porqué este espécimen del área nunca hizo pública su sordera. El viejo admitió haber puteado muchas veces al nueve por su negativa a otorgarle notas para el periódico zonal y luego evocó las palabras del ex jugador. “Nunca me gustaron los llorones que confiesan una debilidad para excusarse ante el mundo. Tampoco la voy con los buenos cristianos que hacen de la lástima un principio ético. Que se yo, al principio no lo conté y después, cuando empezaron con eso de que yo cobraba por gol, me dio tanta bronca que dejé de hablar con la prensa y con mis compañeros. Ahí resolví que haría de mi sordera una cualidad positiva y me centré exclusivamente en el arco rival. Pensar que ahora, a los tipos como yo, los llenan de elogios”. El Zorro terminó el relato y se quedó callado y quieto, con los ojos bien grandes y fijos en la nada, como si todavía no pudiera aceptar el no haberse dado cuenta nunca de lo que el Buitre le confesara apenas unos días atrás.

Cuando el Zorro aceptó mi invitación, me sentí súbitamente nervioso. El viejo cascarrabias por fin vendría a la cancha a ver un partido de la liga regional. Más de 25 años habían pasado desde la última vez que, desencantado, dejara atrás el estadio del pueblo y con él, todos los demás. “Parece que al final voy a tener que darle la razón a Borges”, decía cada vez que podía, fastidioso. Lo que seguía lo repetíamos a coro con los muchachos del bar de Rosendo: “Son 22 tipos corriendo atrás de una pelota”. Más enojado que antes, sentenciaba con un “llegué a la vejez para coincidir con un conserva, ¡qué ironía!”.

Pero no tuvo más remedio que calzarse la boina y esperarme en la esquina del León Gutiérrez, que todavía lucía los tablones de antaño. Lo ubiqué no bien bajé del colectivo, tenía las manos en los bolsillos y una expresión de desagrado que me daba mucha gracia. Ese día debutaba mi amigo Lucho en Juventud, un enganche de promisorio futuro. “Nene, siempre impuntual vos”, me esputó al saludarnos.

Entramos casi sin hablarnos, porque yo tenía muchas ganas de reírme de mi quejumbroso compañero y él tendría muchos deseos de asesinarme por haberlo llevado a donde había jurado no volver, desilusionado con las miserias del fútbol actual, que además consideraba de mala calidad. Parados en el tablón, observamos como el primer tiempo se consumía tristemente en una monotonía de siesta pueblerina. Pese al 0 a 0, el Zorro me estaba goleando, y en el entretiempo se encargó de remarcarlo con el gesto sobrador de un sabio de esquina. “Y bueno querido -alardeaba-, la próxima te invito al teatro. Ahí actúan mejor, casi siempre, je. Qué decir de tu amigo. ¿Seguro estaba en la cancha?”

Cuando el partido terminó, el antiguo marcador manual indicaba un ampuloso 10-9, con el detalle del cero dibujado con fibra negra a falta de chapas. Lucho, con displicencia, había acertado una chilena, dos tiros de lejos y un toque al segundo palo con caño al arquero incluido y se había coronado como la figura del encuentro para la mayoría de los medios, incluso los egocéntricos de la capital, que resaltaban la tarde futbolera como un momento sublime para la historia del deporte más popular.

Por supuesto que el Zorro conservaba la hidalguía pese a la abrumadora derrota personal. Durante los 45 minutos de fiesta permaneció callado, disimulando la eufórica sorpresa con una sonrisa de costado y un vaivén lateral de la cabeza, en esa expresión automática que tienen los que no aceptan lo que ven claramente. Varias veces a lo largo de esa etapa lo miré esperando una frase, una respuesta con su sello. Presumo que por orgullo esquivaba mi mirada, pero cuando caminábamos de regreso, junto al público, no se aguantó más tan terrible atropello. “Nene, ¿sabés qué pasa? -arrancó y se fue encendiendo desde el silencio- Los superficiales como vos se quedan atontados con tantos goles, con la chilenita y qué se yo qué más. Ahora, y te lo digo por experiencia y con humildad: ¿Sabés por qué salieron 10-9? Yo sí, ¡Porque las defensas eran horribles!”

– ¡Ta ta ta ta ta, gooooooooooool! -cantó a viva voz el Zorro-. ¿A qué te hace acordar?
– Al relator uruguayo, Victor Hugo -respondí con jactancia. El gallego Rosendo, que ya sabía por dónde venía la mano, comenzó a reírse secamente.
– Ok, pero si te digo que ese latiguillo inolvidable se originó en estos ventosos y olvidados pagos, ¿me creés? -atacó el viejo, que movía un vaso con restos de whisky.

Respondí con la mirada incrédula, que más que negar se atajaba ante un nuevo delirio del Zorro. Como si se tratase de un programa de televisión, el viejo extendió un brazo e inmediatamente se abrió la puerta del bar de Rosendo. El que ingresaba lentamente era el Tarta Juárez, delantero emblema de Juventud hace unas décadas.

– Ho, ho, ho, hola a to, to, todos -dijo, y se presentó.
– No trajiste al Charro, tu ayudante.
– No, pu, pu, pudo venir, Zorro.
– A no desesperar, amigo, esta tarde yo te hago la segunda -tranquilizó el viejo.

Con el visto bueno de Juárez, nuestro orador reincidente deslizó su prestancia discursiva por la superficie de una historia, al menos para mí, inimaginable. “El Tarta -comenzó el Zorro- se crió futbolísticamente, que es casi la mejor manera de educarse, en los potreros de la parte trasera del pueblo, allí donde sólo gambetean los más intrépidos. Por su dificultad para el habla, de la que todos ustedes tomaron conocimiento hace un instante, el pibe logró una forma de comunicación sin palabras: el lenguaje de la pelota. Y por esa vía encontró a quien primero fue su mejor amigo y por último, su eterno castigo, a su compañero de ataque en todos los equipos en los que jugó.”

En el lugar, la parte inicial de la historia resonó de tal forma que lo que convencionalmente había sido un bar -con mesas, mozos y voces-, de momento se había convertido en un improvisado auditorio. Los clientes, amontonados alrededor de nuestra mesa, esperaban con impaciencia el desenlace, como quien se aguanta la risa cuando ésta es inoportuna. “Así fue que el Tarta y su compañero de la vida, Tamudio Sindudar, -continuó el contador de anécdotas- deslumbraron a los dirigentes de Juventud, que no dudaron en comprárselos al equipo del Puerto. Cuan injusta es la vida, pensaba el Tarta, que al encontrar la comunicación más hermosa había encontrado su condena. Sindudar hizo tantos goles como fueron posibles, quebró todo tipo de records, y siempre con pases de Juárez. Nuestro amigo, sin embargo, nunca convirtió, y vaya paradoja, todo por culpa de su ladero. ¿Por qué hago semejante afirmación? Bueno, simple: cada vez que Tamudio se hacía con la pelota cerca del arco, su compañero le reclamaba la devolución, bien parado para definir. “Ta, ta, ta, ta”, pero nunca concretaba el llamado. Sindudar, el sinvergüenza, fingía no oírlo y pateaba. “¡ta, ta, ta…gooooool!” concluía el Tarta con resignación. Por eso, con ironía, en la tribuna se decía que Juárez era el complemento perfecto de Tamudio: el que gritaba sus goles.”

6. Son muchos días los que pasaron desde que Ramírez divisó al tigre. Ahora, el tipo mutó la paranoia en descreimiento. Esta selva de mierda me está haciendo imaginar cosas, se dice el hombre, que casi no tiene recuerdos. Cada jornada se preocupa menos por el sustento alimenticio, mucho menos le importa lo que cree ver a su alrededor. Una vez soñó que Ludmila se le aparecía en la jungla mientras él intentaba quitarse la vida con un trozo de tronco afilado. Su difunta mujer, vestida con ropas de indígena, le sonreía y le quitaba el arma de la mano con una suavidad tan real que cuando despertó todavía podía sentir la caricia en su piel. Cagamos, se dijo, se me está colando el pasado.

En lo que a Ramírez le gusta pensar como su otra vida, las circunstancias desafortunadas fueron llevándolo a un margen, a un costado del mundo cotidiano. Aplastó con agria determinación la posibilidad del amor, como un papel al que se le ponen encima cientos de libros. Una vez a la semana su rutinario esquema lo conducía a la casa de Beto, donde los muchachos hacían la reunión de los jueves; un rato, para aparentar fortaleza y que no me jodan con su filosofar barato, era su patrón normativo.

Una sola cosa se escapaba del cronograma de acciones autoimpuestas: las visitas a la ucraniana, tan aleatorias como numerosas. Para esos pelotudos, los que se decían sus amigos, Ramírez se cogía a una puta del Once cada vez que las bolas le pesaban. Eso pasaba con Ramírez, para todos era una cosa cercana, tibia, habitual, sin misterios: como el gusto del agua. Para todos menos para él. Se dedicaba pacientemente, con puntillosidad, a conservar su privacidad bien en lo hondo, haciéndose ver como un tipo gris, poseedor de un listado de experiencias personales tan vasto y sin dobleces como el inventario de una biblioteca de libros de cocina.

Y si supieran todos esos infelices, todos los infelices que pueblan el mundo, que la ucraniana le había dado tanto. Cuanto más que todos los idiotas que se había cruzado en cincuenta años. Una vez, Ramírez estuvo a punto de contarles a los muchachos. Pero, ¿para qué?, se preguntó.

¿Para qué se preocupan por el amor, amigos? -dijo uno de los muchachos, algún jueves de juntada-. Miren lo bien que le va al querido Nacho Ramírez, sólo y cogiéndo cuando el cabezón así lo demanda -cuántas risas aquella vez-. Ramírez casi discutió, pero se calló por inercia. Y pensó, feliz, en la dignidad de la rubia vieja puta.

5. El lugar está desgarrado pero hace ya muchísimo que la rajadura se abrió y se devoró tantas cosas. Sin ir muy lejos, Zeta perdió a todos los suyos; pero también se fueron por la negrura especies y más especies, de animales, de plantas y varios seres humanos.

Lo poco que resistió a la desaparición de verdad que es escaso. La ¿figura? del hueco que se come todo lo que anda suelto es tal vez llana; pero como negarla si ni las aves -tan libres- quedaron revoloteando con su canto melódico y regular: la imagen de la boca inmensa que todo lo engulle es bien cierta.

Para que enumerar, aunque al preguntarse aquello no quede otra que hacerlo: cocodrilos, seres acuáticos, tucanes, aves orgullosas, felinos compañeros y otros enemigos; todos ellos y varios más, todos suprimidos del lugar. Para qué seguir enunciando el escenario. Zeta en soledad plena, ultrajado por el abandono, acariciado por la muerte, de frente a la seducción de un perecimiento inevitable. Pero un día un hombre.

La primera vez que Zeta vio un hombre sintió un escozor, algo entre desagradable y eléctrico, un sabor a adrenalina invadió su paladar. Sus impulsos lo tomaron como a un enemigo ancestral, más no afloró en su espíritu el deseo destructivo hacía el sujeto.

Hasta que sintió hambre y acabó por devorarse aquel temeroso inglesito.

Con los demás invasores las relaciones fueron dispares. Algunos fueron lujurioso alimento -más sabroso que los tapires- pero con otros varios Zeta llegó a establecer una sutil interrelación de miradas, cercanías y un ambiente muy complejo de describir, un clima que al tigre se le adhería a la piel como un abrojo y luego de sentirlo se veía obligado a descansar, trastornado por una fuerza aplastante.

Zeta gozaba como los villanos, que sienten cumplida su tarea cuando sacan lágrimas de terror de los pequeños ojos de los niños. En una ocasión, cuando por el bosque circulaba aquel viento helado que hace bailar a las copas de los árboles más altos, inmerso en una furiosa voluntad de causar estragos, Zeta atormentó a un obrero de la industria maderera que se encontró perdido en su territorio: sin hambre pero enloquecido por un dolor de muela, el animal se divirtió con el pobre infeliz, arrancándole sus ropas de trabajo a puro arañazo y atrapando su cabeza en su metálica mandíbula. El hombre casi muere de un ataque de pánico, pero cuando el tigre lo dejó ir apenas sangraba su pecho y las ropas se habían transformado en una serie de jirones de tela.

Recuerda la solitaria bestia la reprimenda de los suyos cuando regresó a casa. Los hombres son nuestros dignos enemigos, no hay que sobrepasarse con ellos porque cuentan con fuerzas muy poderosas de destrucción; le reprochó su mujer, Griega, una vez más.

Ahora, Zeta busca desesperadamente a Ramírez y piensa que haría otras cosas con él.