(y cumplíamos 9 meses, dato no menor).

Limpió su boca con una servilleta, miró hacia un costado y se agachó a recoger la pelota. Los pibes lo miraban, quietos, expectantes. Ninguno se animaba a decir nada.

El hombre gordo, que comía junto a su mujer en una mesa ubicada en la vereda, arrojó la redonda con simpatía. Los pibes gritaron “gracias” casi al mismo tiempo, como un alivio. Después, continuaron el juego.

Junto al bar, los chicos deambulaban detrás del globo de cuero, desgajado y sucio. Armaban arcos con buzos y árboles y descargaban pelotazos que volaban hacia cualquier parte; desentendidos de la cotidiana marcha de autos y personas por la vía pública. Una señora grandota y ancha que iba rumbo a la verdulería recibió la redonda en su parte trasera y largó una puteada atronadora.

La segunda vez que la de cuero dio contra una de las patas de la mesa el hombre ni miró hacia el costado. Detuvo su parloteo, se rascó la pelada y mirando fijamente a su mujer -una señora de rostro coloreado y cabello teñido de rubio- pateó instintivamente el balón hacia donde estaban los pibes, que hablaban entre ellos en voz baja, con temor.

Esta vez, ni gracias estos roñosos, pensó el hombre.

El mediodía comenzaba a calentarle la pelada y la comida ya no le parecía tan sabrosa. Su mujer trataba de calmarlo sin decir nada, mirada de tantos años que excluye la necesidad de las palabras.

En el bar, el resto de los comensales quedaron mudos de golpe, casi un segundo después que el hombre gordo tomó el cuchillo, abrazó la pelota y le ensartó un certero cuchillazo. La pelota se desinfló con tristeza.

La mujer todavía conservaba el gesto corporal, como una estatua, de lo que había sido un intento de frenar los impulsos de su marido. Los pibes, atónitos, se miraban unos a otros resignados y secaban el sudor de sus frentes con sus remeras.

El gordo, satisfecho, terminó lentamente su plato y llamó sonriente al mozo para pedir el postre. Recién ahí volvió el murmullo, y su mujer pudo incorporarse en la silla.